Los otros
imputados
A mediados de los noventa todos sabían de Estevill lo que ahora se juzga en los tribunales
FRANCESC DE CARRERAS - 18/09/2004
En el juicio contra el juez Pascual Estevill y el
abogado Joan Piqué Vidal no sólo deberían sentarse en el banquillo los
acusados, sino también una parte de la sociedad barcelonesa, los otros
imputados. Se trata de esa parte formada por empresarios, profesionales y
políticos que algunos llaman, sin realmente serlo, burguesía catalana: todos se
conocen entre sí, han ido a los mismos colegios, andan revueltos hablando mal
los unos de los otros, pero se abrazan cuando se encuentran, comen en los
mismos restaurantes, veranean juntos nunca muy lejos del Empordà,
se manejan con dinero negro y hablan castellano con su mujer y sus hijos
excepto en presencia de Jordi Pujol.
Ya había sucedido poco antes con Javier de la Rosa. Todos sabían de sus
arriesgadas andanzas, especulaban con las semanas, meses o días que faltaban
para que los kuwaitíes se dieran cuenta de adónde iba a parar su dinero,
algunos afirmaban saber los miles de kilos que ya
estaban a buen recaudo en Suiza. Y, sin embargo, ninguno rechazaba pasar unas
horas en su yate, ninguno dejaba de ponerse al teléfono cuando le invitaba a
almorzar, todos esperaban recibir alguna suculenta migaja de los millones que
entonces manejaba aquel que, en mala hora, en un desliz que provocó
estruendosas carcajadas, fue denominado “empresario modelo”. Todos lo sabían
todo, pero todos deseaban también aprovecharse, aunque fuera algún asuntillo de
nada. O de mucho. ¡Javier es muy listo, no quiero perderme la ocasión! Siempre
en la ambigüedad moral, sobre todo quedar bien, no arriesgar nada, callados
pero atentos a la jugada. Cobardes.
A mediados de los años noventa, todos ya sabían lo que en estas semanas se está
tratando de probar ante un tribunal. Pascual Estevill,
un chico espabilado que había subido de la nada, un Julian
Sorel de fines de siglo XX, repentinamente investido
de juez, estaba dictando autos de prisión por presuntos delitos económicos
contra prominentes miembros de aquella burguesía, de aquel conglomerado de
amigos, conocidos y saludados, de todos aquellos de los que estamos hablando.
Algunos togados progresistas se relamían de gusto pensando: “¡Por fin, no sólo
los pobres raterillos pringados, camellos sin oficio y con poco beneficio,
pasarán por la Modelo! Este juez la emprende con los delincuentes de verdad,
los de cuello blanco y manos finas”. Ingenuos.
Todos conocían el tinglado. Era el secreto a voces mejor guardado de Barcelona:
nadie decía nada. Algunos, asustados, esperaban su turno, temían ser defendidos
por Piqué, tan estirado y antipático, sabían que la broma les iba a costar
cara. Pero si había que pagar, se pagaba y punto.
Hasta que, felizmente, hubo un imprevisto. Alguien dijo: “¡Basta, no pago!”.
José Felipe Bertrán, un miembro de la burguesía más rancia, probablemente una
persona de una ética antigua: se puede estafar al fisco, pero no comprar a un
juez. Conocía los límites. Uno puede entrar muy dignamente en el truculento
edificio de la calle Entença si tiene la conciencia,
su conciencia producto de su moral, bien tranquila.
El espeso silencio se había roto. Había que salvar la cara del juez, tan amigo
de sus amigos, tan implicado en tantas cosas. Patada hacia arriba. El día en
que se hizo pública la noticia de que Estevill era
candidato a un puesto en el Consejo General del Poder Judicial, un alto cargo
nombrado por CiU me confesó desesperado: “¡Esto es el
final de Convergència!”. Quizás ahí empezó el final
de una época.
La Vanguardia, 18 de Septiembre de 2004